En
aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: "Nadie ha subido al cielo, sino el
que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre,
para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que
creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo
al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por
él."
Juan 3,13-17
______ ______
La cruz de Cristo sólo es posible acogerla desde el lado de los excluidos y abandonados de la tierra y desde los que se ocupan en transformar estos caminos de cruz y de dolor por otros de justicia y dignidad.
Conocer el pensamiento de Dios no es posible para los hombre y mujeres de este mundo, pero a la luz de las palabras de Jesús podemos tener la certeza de que no estamos hechos para instalarnos en el sufrimiento. Muchas veces y en muchos momentos los cristianos hemos hecho una especie de apología del dolor y la desgracia como si este escenario fuera el que a Dios le agrada. Como si la precariedad y la indigencia fueran un valor al alza para Dios.
No es en lo que creo desde luego...
A lo largo de nuestra vida atravesamos tiempos de gracia y de alegría y también de dificultad y de tristeza. Y es justo en estos últimos en los que podemos aprender de manera privilegiada cuán grande es el Dios que nos habita y de qué manera nos invita a crecer y a caminar.
La cruz está presente en la vida de todo ser humano. La crisis, la desesperanza, la injusticia, la violencia, la enfermedad, la duda, la fragilidad y la pequeñez... forman parte de nuestro ser al igual que todas nuestras grandezas.
Pero la dificultad de mostrarnos desde nuestros límites, incoherencias y dolores es mucho mayor que hacerlo desde nuestros talentos y fortalezas.
Cuendo llevamos a un plano de consciencia nuestra cruz, sin ocultarla ni negarla, sólo acogiéndola con bondad y respeto es cuando es posible levatarnos de nuestras caidas.
Levantar la cruz supone reconocer nuestra miseria y pobreza. Supone mirar nuestra historia amorosamente, sin avergonzarnos, acogiendo los límites personales para recuperar toda la dignidad y grandeza que nos ha sido regalada desde el principio.
Levantar la cruz es experimentar el milagro de la complicidad de un Dios compañero, que no está en las alturas al modo de los "dioses del Olimpo", sino que es un crucificado, y es uno con todos los crucificados de todos los tiempos.